Soy retraída. Sí, a menudo me gusta conversar con mis propios pensamientos. Sin duda, pienso más de lo que hablo, y aunque a veces mi voz da un mensaje distinto al que da mi cabeza, no suelo mentir. Me refiero a mentiras grandes.
Entonces, sabiendo lo que me espera, decido confiarle mi temor a ella. Como ya sabía que pasaría, ella estalla en una serie de frases, que todas resultan ser sinónimo de “No digas estupideces”. A veces le hago caso, a veces no. En realidad, lo que necesito es algo que justifique, que me diga por qué creen que mis pensamientos toman el camino equivocado. Ahí es cuando acudo a alguien más, que logra explicarme la razón de mi error. Bueno, luego de eso me tranquilizo.
Pero una pequeña parte de mi mente sigue pensando. ¿Y si no? ¿Y si quien se equivoca es… ese alguien? Entonces esa partecita de mi cabeza espera alguna señal que indique que tiene razón. Al mismo tiempo, el resto de mi cerebro comienza a hacerle caso de nuevo, pero esta vez de la mano de la resignación. Me dice: No te enganches. Tomalo con indiferencia. Reaccioná luego adaptándote a la situación. No imagines nada.
El único problema es que el 80% de mi mente trabaja con la imaginación. Al fin y al cabo, lo que me desespera, inquieta y atemoriza, es lo que imagino que quiere ocultar el mensaje positivo. ¿No? Solo son suposiciones.
Ya veremos como avanza el fin de semana.
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