Podría decirse que estoy en un botecito. Un humilde
botecito reconstruido. Yo me encontraba (o me encuentro, ya que está lejos de
desaparecer del horizonte) en una islita con sabor amargo en medio de un mar de
dulce de leche. Hablo todo en diminutivo porque me tengo lástima, o porque no
me queda otra que burlarme de mí misma, en fin.
Yo permanecí en esa islita unos largos meses. Llegué allí
por cuenta propia, huyendo de un barco pirata o algo así. No, un barco
fantasma. Era uno de esos navíos grandes, interesantes, con muchas historias a
bordo. También, el barco fantasma estaba cubierto de musgo, bastante
deteriorado, y navegaba en solitario sin un destino aparente. A mí me pareció
que el capitán había perdido la brújula. Quizás por eso quise embarcarme con
él, para ayudarlo. Lo cierto es que no soy una experta en navegación, mucho
menos en lo que respecta a la orientación o al mantenimiento de un barco; pero
tenía la voluntad. Bueno, el caso es que un tiempo después me di cuenta de que
el capitán no había perdido ninguna brújula, sino que su vida consistía en
flotar hacia donde la corriente lo lleve. No tenía destino, y a toda la
tripulación le daba exactamente igual que yo esté ahí o no. Descubrí que no
tenía nada que hacer a bordo. Y me asusté, porque… de un momento a otro, sin
previo aviso, bien podrían tirarme al mar y deshacerse de mí. Aquel pensamiento
me dio terror, de manera que llevé a cabo mi escape. Me robé uno de los botes
que llevaba la embarcación y me fui, remando lejos lo más rápido que pude.
Nadie hizo el menor esfuerzo por detenerme. Tampoco incitaron mi partida.
Así llegué a la islita. Fue el primer trozo de tierra que
encontré y, aunque hubiese preferido otra cosa, era mi única opción. Alrededor,
todo era océano. Toqué tierra y tuve un arranque de ira. El bote quedó hecho
pedazos. En las siguientes semanas me dediqué a explorar la isla, cada tanto
parándome a llorar por mi soledad. Pronto descubrí que una familia de aves
visitaba la islita a menudo, y ellos me ayudaron a no sentirme tan mal. Me
acostumbré a su presencia, y ellos a la mía; verlos me hacía bien, y tenía la
sensación de que el sentimiento era recíproco.
La comida en la islita era amarga. Todos los frutos,
todas las hierbas. También tuve que acostumbrarme a eso.
Y ese tipo de
alimentos fueron lo único que tuve para ofrecerle al capitán de un barco rosado
que ancló un día cerca de mi isla. Él se quedó un par de días conmigo. Era puro
cachete y pura sonrisa. Rápidamente me cansé de él; por eso rechacé la
invitación de embarcarme junto a su tripulación en el barco rosado. Lo dejé ir,
sin lamentarme demasiado. Debo admitir que un poco lo eché.
Solía sentarme en la playa, mirar el mar y pensar. Me
parecía que ya iba siendo hora de dejar la soledad de la isla. Las aves, que ya
pronto armarían el nido juntas, me recordaban lo sola que estaba. Cerca del
horizonte aún se encontraba el barco fantasma; pocas veces podía verlo
nítidamente, porque generalmente lo rodeaba un banco de niebla. Parecía tan
lejano, pero una parte de mí sabía que podía alcanzarlo. Sin embargo… Un poco a
regañadientes decidí que no podía seguir sentada esperando secretamente a que
el barco fantasma viniera a buscarme, rogando un destino. Armé una fogata,
esperando que alguien viera mis señales de humo. Un barco rojo escarlata ancló
no muy lejos de mi isla. Agité los brazos en su dirección, y el capitán se
acercó a la orilla en un bote del mismo color que su nave. Sin tocar tierra, me
dejó en claro que él no recolectaba almas, sino solo cuerpos. Un minuto de
vacilación bastó para que aquel capitán escarlata diera media vuelta y remara
de regreso al barco. Grité y supliqué que por favor regresara, que me llevara
con él. Que no quería conservar mi alma. Al parecer no lo convencí, y el barco
se marchó.
Finalmente tomé otra decisión, quizás tan apresurada y errónea
como la primera. Con maderas húmedas, reparé precariamente el bote con el que había
llegado a la islita. Tome los remos, llenos de moho, y me lancé al mar, con la
firme decisión de llegar hasta el barco fantasma. Por eso ahora estoy acá,
remando, remando… nunca avanzando. No sé si habré aprendido algo en esta
travesía, pero sí puedo asegurar que no es nada fácil remar en un mar de dulce
de leche. Solo sé que aún no quiero regresar a la isla.