Una habitación pobremente iluminada, solo una pequeña y
tambaleante lámpara colgante proyecta su luz hacia una mesa redonda, de suave
tapiz verde, alrededor de la cual se encuentran cuatro personas. Mauro,
párpados perezosos y barba pelirroja. A su derecha, Daniel, de cuidado cabello
oscuro y ademanes enérgicos. Frente a él, la
desconocida. Nariz aguileña y mirada de buitre tras unas lentes
rectangulares. Y a la izquierda de esta, Amanda.
Se repartieron las cartas para una nueva mano. Amanda
observó su juego, y de repente no estuvo segura de qué tan bueno era. Hasta
ahora era ella quien venía ganando, pero esta vuelta su suerte flaqueó.
Recientemente se había sumado a la partida aquella chica con cara de ave carroñera,
de manera silenciosa se había infiltrado entre los tres jugadores. Ocultó sus cartas de cara a la mesa, y se
cruzó de brazos con paciencia, inmutable. Amanda se fijó también en sus
compañeros; Mauro ladeaba la cabeza hacia la izquierda, escrutando sus cartas
con aire pensativo, presente su habitual gesto de acariciarse la barba de la
pera. Daniel era una mezcla de solemnidad y triunfo, la seguridad se leía en
sus ojos evidenciando que sabía perfectamente qué es lo que estaba haciendo. Y
Amanda… Amanda ya no confiaba en sus cartas. Todos se percataron de aquello.
- Que seas tan
expresiva y tan poco comunicativa a la vez. Tu cara delata emociones, pero
nunca querés decirme qué te pasa exactamente.
- ¿Tenés un rey? – preguntó Daniel con cierto deje
desafiante.
- ¿Tengo un rey? – Mauro lo miró fijamente.
- ¿Sí?
- ¿O no?
- ¿Entonces?
- No creas que no tengo un rey – concluyó el pelirrojo,
tras una confusa pausa. Parecía entre satisfecho y divertido.
- No entiendo – intervino Amanda apretando los dientes.
- Yo tampoco – se encogió de hombros Mauro, como si
repentinamente se hubiera olvidado de qué estaban hablando.
- ¿Y a vos? ¿Qué te
desagrada de mi persona?
- Que a veces seas
tan jodidamente indirecto. Me exaspera.
La chica con cara
de ave no emitió ningún sonido, se limitó a observar con concentración. Pero
¿en qué estaba concentrada? se preguntó Amanda. Su silla estaba más cerca de
Mauro, y su sombra se cernía sobre su cuerpo delgado. Daniel la codeó delicadamente,
sacándola de su ávido escrutinio, y con mucho disimulo le mostró el papel en el
que llevaban la cuenta del puntaje. Cuidado,
rezaba la pulcra letra del chico en una esquina. Amanda clavó la vista en los
ojos de su amigo, que sin palabras demostró haberse percatado de lo mismo que
la chica.
Mauro carraspeó, y el juego continuó. La figura
amenazante del ave rapaz, que había comenzado incomodando a Amanda, ahora le
resultaba completamente repulsiva. Un
centímetro más… Ya no quería jugar. Ella nunca quiso jugar con Mauro, y
hubiera preferido que él tampoco lo deseara. El rostro de aquél durante el
juego era inescrutable, cara de póker permanente. Inmóvil, usaba sus cartas con
demasiada serenidad; nadie sabía nunca si era la tranquilidad del profesional o
la estrategia de despiste del pésimo jugador. La mirada de Amanda se topó con
los herméticos ojos de Mauro, la expresión de él se ablandó.
- Te quiero. –
admitió ella, sin esperar realmente una respuesta. Envuelta en sus brazos, apoyó
la mejilla en su hombro. Cerró los ojos, casi resignada.
- ¿Quién dijo que
yo no? – le susurró él, abrazándola con fuerza. Sus labios se unieron una vez
más.
Amanda se preguntó cuánto tiempo soportaría seguir con el juego. La magia de la noche transcurría; tal vez esperaría para ver si finalmente caía el rocío.