lunes, 28 de octubre de 2013

Mar de dulce de leche

Podría decirse que estoy en un botecito. Un humilde botecito reconstruido. Yo me encontraba (o me encuentro, ya que está lejos de desaparecer del horizonte) en una islita con sabor amargo en medio de un mar de dulce de leche. Hablo todo en diminutivo porque me tengo lástima, o porque no me queda otra que burlarme de mí misma, en fin.

Yo permanecí en esa islita unos largos meses. Llegué allí por cuenta propia, huyendo de un barco pirata o algo así. No, un barco fantasma. Era uno de esos navíos grandes, interesantes, con muchas historias a bordo. También, el barco fantasma estaba cubierto de musgo, bastante deteriorado, y navegaba en solitario sin un destino aparente. A mí me pareció que el capitán había perdido la brújula. Quizás por eso quise embarcarme con él, para ayudarlo. Lo cierto es que no soy una experta en navegación, mucho menos en lo que respecta a la orientación o al mantenimiento de un barco; pero tenía la voluntad. Bueno, el caso es que un tiempo después me di cuenta de que el capitán no había perdido ninguna brújula, sino que su vida consistía en flotar hacia donde la corriente lo lleve. No tenía destino, y a toda la tripulación le daba exactamente igual que yo esté ahí o no. Descubrí que no tenía nada que hacer a bordo. Y me asusté, porque… de un momento a otro, sin previo aviso, bien podrían tirarme al mar y deshacerse de mí. Aquel pensamiento me dio terror, de manera que llevé a cabo mi escape. Me robé uno de los botes que llevaba la embarcación y me fui, remando lejos lo más rápido que pude. Nadie hizo el menor esfuerzo por detenerme. Tampoco incitaron mi partida.

Así llegué a la islita. Fue el primer trozo de tierra que encontré y, aunque hubiese preferido otra cosa, era mi única opción. Alrededor, todo era océano. Toqué tierra y tuve un arranque de ira. El bote quedó hecho pedazos. En las siguientes semanas me dediqué a explorar la isla, cada tanto parándome a llorar por mi soledad. Pronto descubrí que una familia de aves visitaba la islita a menudo, y ellos me ayudaron a no sentirme tan mal. Me acostumbré a su presencia, y ellos a la mía; verlos me hacía bien, y tenía la sensación de que el sentimiento era recíproco.
La comida en la islita era amarga. Todos los frutos, todas las hierbas. También tuve que acostumbrarme a eso.

 Y ese tipo de alimentos fueron lo único que tuve para ofrecerle al capitán de un barco rosado que ancló un día cerca de mi isla. Él se quedó un par de días conmigo. Era puro cachete y pura sonrisa. Rápidamente me cansé de él; por eso rechacé la invitación de embarcarme junto a su tripulación en el barco rosado. Lo dejé ir, sin lamentarme demasiado. Debo admitir que un poco lo eché.

Solía sentarme en la playa, mirar el mar y pensar. Me parecía que ya iba siendo hora de dejar la soledad de la isla. Las aves, que ya pronto armarían el nido juntas, me recordaban lo sola que estaba. Cerca del horizonte aún se encontraba el barco fantasma; pocas veces podía verlo nítidamente, porque generalmente lo rodeaba un banco de niebla. Parecía tan lejano, pero una parte de mí sabía que podía alcanzarlo. Sin embargo… Un poco a regañadientes decidí que no podía seguir sentada esperando secretamente a que el barco fantasma viniera a buscarme, rogando un destino. Armé una fogata, esperando que alguien viera mis señales de humo. Un barco rojo escarlata ancló no muy lejos de mi isla. Agité los brazos en su dirección, y el capitán se acercó a la orilla en un bote del mismo color que su nave. Sin tocar tierra, me dejó en claro que él no recolectaba almas, sino solo cuerpos. Un minuto de vacilación bastó para que aquel capitán escarlata diera media vuelta y remara de regreso al barco. Grité y supliqué que por favor regresara, que me llevara con él. Que no quería conservar mi alma. Al parecer no lo convencí, y el barco se marchó.


Finalmente tomé otra decisión, quizás tan apresurada y errónea como la primera. Con maderas húmedas, reparé precariamente el bote con el que había llegado a la islita. Tome los remos, llenos de moho, y me lancé al mar, con la firme decisión de llegar hasta el barco fantasma. Por eso ahora estoy acá, remando, remando… nunca avanzando. No sé si habré aprendido algo en esta travesía, pero sí puedo asegurar que no es nada fácil remar en un mar de dulce de leche. Solo sé que aún no quiero regresar a la isla. 

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